Del libro «Nota Histórica de la M.L.V. de Quintanar»

Virgen

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Del libro «Quintanar de la Orden y su tesoro». (1925)

calle lisa

De la alameda frondosa

a la sombra descansa perezosa

la Villa Muy Leal, patria querida

que arrulló cariñosa

la fugaz primavera de mi vida;

Quintanar, que reclina su cabeza

en un leve montículo y reposa

con desdén sin destreza

sus formas en el valle, enamorada.

Anhela contemplar su rostro de hada

en líquido cristal de clara fuente, 

mas sueña una quimera

que al despertar encuentra frente a frente

la fértil y feraz Huerta-postrera.

Tornemos a la historia: creció tanto

la fama de prodigios en la gente

que, implorando salud, al templo santo

acudían el sano y el doliente;

Y a Dios subían su oración, su llanto

en plegaría sencilla y reverente,

pues la Virgen sanaba la dolencia

mostrando su piedad y su clemencia.

Cogió a una niña un carro que venía (I)

con leña de los montes muy cargado,

quedando entre las ruedas yerta y fría;

asustado el carero huyó a sagrado,

mas la afligida madre que tenía

el cuerpo, al parecer inanimado,

con lágrimas copiosas le regaba

y darle nueva vida procuraba.

Pero vió que su llanto era importuno

y que remedio a su aflicción no alcanza;

pues el mundo no da consuelo alguno,

sólo en la Virgen pone su esperanza,

que como este consuelo no hay ninguno,

siendo en la tempestad suave bonanza;

Llamóla, y escuchada, a nueva vida

fue aquella criatura conducida.

Segando están seis pobres segadores

las doradas espigas sin sosiego,

soportando los tórridos ardores,

cuando en las mieses encendiéndose el fuego;

El viento desataba sus furores

y al campo todo amenazaba ciego;

pero creyentes doblan sus rodillas

pidiendo que no alcance sus gavillas.

En tal aprieto y singular congoja

imploran a la Virgen muy de veras,

cuando observaron que la llama roja,

que lamía las mieses tan severa,

desciende ahora y el furor afloja

ante aquella oración pura y sincera

que a la Piedad dirigen, y al momento

la calma vuelve, pues se calma el viento.

Vuelven a Quintanar cuando acabaron

su trabajo; el favor se hace patente,

y ante el clero y justicia lo juraron,

hecha la información públicamente;

el suceso escribieron y pintaron

tal como acaeció puntualmente,

y aunque el daño fue poco, bien pudiera,

ser grande, si la Virgen no acudiera. (II).

(I) Sucedió en Mayo de 1609. Llamábase el padre Pedro Marcos, natural de Aloradiel, y la niña, María de 15 meses.

(II) Sucedió en Julio de 1610.

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Nuestra Historia

Documentos

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La mancha de Aragón

Una localidad..

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1881. Anacleto el impresor

Hace muchos años, al fondo del callejón sin salida que parte de la calle Grande, vivía y trabajaba Anacleto Marín, impresor de oficio. En su casita baja y menuda tenía instalados sus troqueles, sus tipos, sus cajas y una imprenta que sonaba como si se quejase.

Anacleto Marín  imprimía muchas cosas. De vez en cuando hacía «Aleluyas», pliegos de colores con cuadritos dibujados y escenificados. El sábado por la mañana, Anacleto Marín salía a la calle con su guardapolvos gris, manchado de tinta, y una boina calada hasta las cejas. Anacleto Marín iba a la plaza y montaba su puesto. Allí vendía aleluyas a los niños. Luego se pegaban con engrudo en un cartón, se recortaban y se hacían «toreros» para jugar. Sábados y miércoles Anacleto Marín vendía en la plaza para los niñoñs. Pero él soñaba con imprimir un libro importante. Por la noche cuando se quejaba la vieja imprenta, Anacleto Marín pensaba que la imprenta reiría cuando imprimiese el libro soñado. Algunos días venía al callejón el ciego Jorge, el coplero. Hablaban y hablaban. El ciego Jorge componía sus romances de memoria y Anacleto Marín los copiaba para luego imprimirlos. Así salían sus romances en papeles de colores que los ciegos cantaban y vendían. Anacleto Marín utilizaba sus mejores tipos, sus adornos y sus flores. Eran romances sobre crímenes horrorosos que comenzaban:

«Sagrada Virgen María

Patrona del Quintanar,

dame tu gracia divina

para poder explicar

el crimen más espantoso

sucedido en Carnaval»

También salían de su renqueante imprenta «Relaciones burlescas y divertidas», «Nuevos tangos dedicados a la guerra de Melilla», «El crimen del huerto francés». Pero Anacleto Marín soñaba con imprimir algo mejor.

Un frío día de Enero de 1881 llegó al callejón una visita importante. El Sr. Cura Párroco traía unos papeles y llamó a la puerta. Anacleto Marín y D. Francisco Martínez Marín conversaron sobre un posible libro de Historia de Quintanar. Aquella noche el quinqué se apagó algo más tarde. Anacleto no podía dormir. Ya ha llegado su momento…….

Al día siguiente comenzó a trabajar nerviosamente. Preparó sus cajetines y limpió sus letras. Pronto tenía ya la portada: «Noticia Histórica de la M.L. Villa de Quintanar de la Orden». Luego, al pie de la página, sus mejores tipos decían: «Quintana. Imprenta de Anacleto Marín. 1881». El Párroco iba cada día para ver como andaba en trabajo. Traía nuevas cuartillas. Una tarde trajo el capítulo V que se titulaba «El Quintanar en 1881». Ancleto Marín limpió cuidadosamente los tipos, los colocó con mimo en los cajetines. Comprobóa que no había erratas. Les dió tinta suavemente, con cariño. Luego lo puso en la imprenta. Crujió el mecanismo y Anacleto Marín tenía en sus manos el sueño de su vida: una página limpia, clara, bien cuidada que comenzaba así: «Actualmente es el Quintanar de la Orden una de las poblaciones más importantes de la Mancha, por su industria y comercio, por su famoso mercado de los sábados, y su Feria en 25 de Septiembre, por la simetría y aseo de sus calles, por el esmerado cultivo de su campiña y por la ilustración y religiosidad de sus habitantes». Anacleto Marín pensaba que ya podría morirse tranquilo. Aún hay en algunas casas quintanareñas, entre papeles de antaño, un viejo ejemplar de este libro. Tomadlo en vuestras manos, abridlo por la página 20. Leed despacio, con cuidado, con el cariño que se compuso un día de 1881 en la casita al fondo del callejón de Marín.

 

Juan Martín de Nicolás Cabo.

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1789. Juan Antonio Sánchez Yllescas

En 1789 vivía el el callejón que une la calle de la Concepción con la de San Francisco, Juan Antonio Sánchez Yllescas, escribano del Ayuntamiento. Su ventana daba a la esquina de San Francisco. Por ella se veía una estancia baja, amplia, con piso entarimado y las paredes cubiertas de estantes y viejos legajos encuadernados. En un bufete escribía Juan Antonio Sánchez Yllescas que vestía casaca gris, camisa con puntillas. Sobre el bufete se veía su sombrero de tres picos con galones.

Allí se escribían muchos papeles. También llegaban montones de cédulas y pliegos en la diligencia semanal de Madrid. En el bufete se escribían testamentos, contratos, poderes. A veces Juan Antonio escribía cartas en nombre de los que no sabían. Esta era la historia de cada día en el pueblo, las actividades de sus gentes, de sus comerciantes y las últimas voluntades de los agonizantes. De vez en cuando, cuando ya tenía un buen montón de papeles,  Juan Antonio el escribano, los encuadernaba con una bandana nueva y los colocaba en sus estantes. También llegaban muchos papeles para el Ayuntamiento que el escribano tenía que contestar y mandar. Eran noticias ampulosas que apenas interesaban al pueblo: Listas de libros prohibidos por el Rey, beneficios para los que construyeran barcos mercantes, prohibición de libretas de plata y oro, cédulas reales sobre las minas de carbón, reclutas de marineros y normas para el uso del papel sellado. Todo aquello era una historia lejana que apenas decía nada a sus paisanos. Pero Juan Antonio Sánchez Yllescas, acusaba recibo de ellos, los guardaba y, cuando el montón era grande, los encuadernaba con bandana y los dejaba en su estante. El escribano, por la noche, a la luz de su velón, veía las sobras de sus legajos en los estantes, la Historia de cada día de sus paisanos y la Historia lejana de papeles de Estado que solamente pedían recibo.

Pero el día 28 de Marzo de 1793, el escribano presenció, y dió testimonio de una cosa importante: en la plaza el alcalde mayor leyó una Cédula Real por la cual su majestad el Rey Carlos III declaraba la guerra a Francia y pedía que se enviase relación de los franceses avencindados en los pueblos de España. Sánchez Yllescas bajó a su bufete. Firmó el testimonio de que había oído leer la declaración de guerra a Francia en la plaza de Quintanar. Luego acudió a sus legajos, buscó unas hojas, tomó un papel y cortó la pluma de ave. En un pliego de papel fuerte escribió la relación de los franceses que moraban en Quintanar. Eran Esteban Torret y Matías Sarradet, de profesión caldereros. Aquella noche en el bufete de la calle Escribano, en Quintanar, Juan Antonio Sánchez Yllescas meditaba en la historia grande que afecta, de repente, a dos vecinos caldereros por el hecho de ser franceses. Juan Antonio Sánchez Yllescas comenzó a encuadernar todos los papeles juntos, los que venían en la diligencia de Madrid y los que él escribía con los testamentos de sus vecinos……..

Hace unos años aparecieron papeles viejos en la plaza para liar sardinas. Algunos curiosos pudieron salvar un legajo. Con este legajo entre nuestras manos podemos meditar en la vida lejana que se desarrolló en el callejón del escribano.

Juan Martín de Nicolás Cabo

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1534. Don Pedro de Arausia

Un día llegaron al Quintanar dos hombres corpulentos que venían de los valles de Vizcaya. No entendían bien el castellano, pero iban a construir la iglesia parroquial por encargo de la Orden de Santiago. Eran Martín de Verdolaza y Pedro de Arausia.

Pedro de Arausia compró una casita en la calle de la Piedad, entonces un callejón estrecho y lóbrego que lindaba con la ermita de la Virgen y bajaba a la calle de las Aguas entre corralones y huertos. Delante de la casa había un colgadizo, luego un patio y al fondo unas acogedoras habitaciones.

Martín de Verdolaza acabó pronto su trabajo. Quedó levantada la iglesia y surgían ya las enormes paredes de la torre. Pedro de Arausia se quedó en el pueblo cuando Verdolaza se marchó. Poco a poco levantó la torres, la cuidó, le puso un petril a su alrededor para servir de asiento, labró con cuidado una elegante baranda que veía surgir cada día desde el patio de su casa de la calle de la Piedad, por encima de los tejados de la Calle Real (hoy calle Lisa). El Ayuntamiento le iba pagando poco a poco, unas veces con fanegas de trigo, otras con cargas de leña, a veces con un poco de dinero. Pasaron así treinta años. Pedro de Arausia se sentía a gusto en el pueblo: cada domingo se sentaba en el petril de la torre un poco antes de la misa mayor. Luego con su jubón y calzas negras paseaba por sus calles…….

Tenía buenos amigos: Migolla, Ludeña y Villaseñor. Estos amigos consiguieron que se empadronara en Quintanar. Pedro de Arausia, maestro de cantería vizcaíno, se hizo quintanareño de corazón y para siempre. Hasta el Rey Felipe II le dió un título de «Regidor perpetuo de la villa» (es decir, concejal vitalicio).

Y Pedro de Arausia, ya anciano, con su bastón y su jubón negro, trabajaba para el pueblo: revisa el puente del Taray, empiedra calles.

Un día el Ayuntamiento acordó ensanchar la calle de la Piedad. Don Pedro de Arausia cedió su colgadizo para el ensanche que tenía quince pies y dejaba la calle como está ahora. Se derribó el colgadizo, se achicó su patio. Pero aún podía ver desde él, por encima de los tejados de la Calle REal la hermosa baranda de la torre…….

Hace unos años se derribó la baranda. Algunos vecinos tienen trozos de sus piedras. Tengamos uno en nuestras manos y acordémonos de la ternura con que las manos de Pedro Arausia las fueron tallando y del orgullo con que las contemplaba desde el patizuelo de la calle de la Piedad.

 

Juan Martín de Nicolás.

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FILIBUS. RECREACIÓN DE UNA LEYENDA. 1610.

En Quintanar, en su zona más alta hay un barrio denominado el Toledillo y en él dos viejas rúas, el Callejón de Filibus y la Calle Pozo de la Perla. Dice la leyenda o la historia, que ambas se entrelazan en este bonito relato, que nacieron esos nombres del hecho que hubo en Quintanar un moro, trabajador y cabal como pocos, amante de su familia y de sus tradiciones, y sobretodo, creyente en la fe de sus mayores. Su nombre era Filibús.

Ocurrió hace muchos años, hace más de cuatroecientos, cuando aún vivían en el antiguo Reino de Granada aquellos descendientes de los musulmanes que, lenta y pacíficamente, se habían acostumbrado a los nuevos tiempos, olvidadas ya, las luchas contra el infiel cristiano, las heroicas defensas, los nombres gloriosos.

El reino granadino, después de su conquista, aunque bajo el poder cristiano, seguía siendo musulmán, en él muy difícil la convivencia con el prepotente cristiano. Los más acérrimos defensores de la cultura y la fe islámica abandonaron sus villas y ciudades, refugiándose en las alquerías alpujarreñas y en las fragosidades del Sierra Nevada. Allí, despiertos, soñaban con el retorno al hogar, con la reconsquista de su antiguo reino, con la expulsión del infiel cristiano y con la vuelta a sus ancestrales costumbres y la religión de Mahoma.

La rebelión estalla en tierras granadinas y es dirigida por Don Fernando de Córdoba y Valor, que se decía descendiente directo de los Omeyas y que para el caso tomó el nombre moro de Aben Humeya.

A las desgracias propias de la derrota, pérdida de vidas humanas y embargo de propiedades y bienes, los moriscos tuvieron que añadir otra, si cabe peor que las anteriores, el exilio forzoso. La orden de expulsión fue decretada en Octubre de 1570, y comenzó a llevarse a cabo el 1 de Noviembre del mismo año. Los moriscos de la parte oriental del reino de Granada comenzaron a concentrarse en Almería, Vera y Guadix. De allí recorrieron el camino hasta Albacete, lugar en el que a principios de Diciembre llegaron a concentrarse más de veintie mil moriscos. De allí partieron divididos en dos grandes grupos: uno hacia Guadalajara y otro hacia Toledo, dejando éste último partidas de ellos en Criptana, el Quintanar y territorios de las Órdenes.

El viaje de hacia en jornadas de a pie, y los más afortunados, ancianos y niños, en lentas y pesadas carretas. Los concejos, por orden expresa del Rey, procuraban auxilio y ayuda a los deportados. Pero, a pesar de ello, para algunos todo fue en vano. Las penalidades del largo camino, los insultos y vituperios que les inferían, el hambre y el frío infernal se encargaron de cavar numerosas fosas en la vera del camino.

Nuestro protagonista, Filibús, había salido de los Vélez, allá en tierras de Almería. Contaba tan sólo con diez años cuando llegó a Quintanar y, con tan escasa edad, era docto en las amarguras de la vida: conoció en la guerra sus desmanes y tropelías; supo del dolor del abandono del lugar que le vió nacer; comprendió la lejanía, por imposición real y social, de su fe religiosa, de sus queridas costumbres y de su lengua materna; lloró desconsoladamente ante la tumba de sus padres, muertos en este trágico viaje y sepultados en un punto, desconocido para él, de la llanura manchega.

En la época a la que se remonta la relación de esta historia tan verídicamente fantástica como real y extraordinaria, la villa del Quintanar no era más que un poblachón destartalado y antiguo, de no más allá de seiscientos vecinos. De ellos, lo menos, una treintena larga, hijosdalgos notorios y  de recio abolengo, los más hombres buenos, labradores, artesanos, pastores y criados, pertenecientes al pueblo llano y, todos ellos pecheros.

Los quintanareños que, a juzgar por todo lo que nos cuentan los historiadores, de todo tenían menos de ociosos, no hay que decir que cuando no trabajan, descasaban para volver al tajo, quedándoles muy poco tiempo para su esparcimiento y recreo. En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monotonía de aquellos lugares y eternos días, era cogida con avidez por los quintanareños. Así que, la noticia del movimiento de unas carretas, cargadas de extrañas gentes, que venían por el camino de la Mota, sacudió a la Villa desde sus cimientos.

La comitiva atravesó las calles del pueblo: ellos orgullosos y altivos; ellas, temerosas de su futuro; los ancianos musitando plegarias al todopoderoso Alá; los niños asidos a las faldas maternas; y, todos ellos, ateridos de frío, sucios y harapientos, pendientes de su inmediato acaecer.

Les acompañaban las habladurías de las gentes, escondidas tras los quicios de la puertas y los vanos de los estrechos ventanucos. Era el plato fuerte del día para ojos y oídos ávidos de novedades.

  • ¡Mala color traen, vecina! ¿Serán de natural así?
  • ¿Quien será el anciano de barbas luengas y porte majestuoso?
  • ¿Quién esotro?
  • ¡Malhaya sean todos! Mejor estarían en la Berbería con todos los perros infieles.
  • ¡Pobrecillos! Míralos como van. Ellos no tienen la culpa del malhacer de sus padres.
  • Por ventura, ¿traerán algunos dineros?

Estos y otros decires ampararon el triste cortejo hasta la Plaza del Ayuntamiento, donde se habían dado cita las gentes quintanareñas y, aún, algunas de los alrededores, para ver a los feroces moros de las Alpujarras que habían traído en jaque a los ejércitos reales.

Allí estaban todos: el ilustre Señor Doctor Pérez Manuel, Gobernador y Justicia Mayor del Quintanar y su partido; los regidores Andrés de Migolla, Pablo Mota y Pedro de Arausia, éste acompañado de Marina Carrera, su mujer; Manuel de Lodeña el Viejo, hidalgo y continuo a Su Majestad; el Alférez Mayor, Alonso Manuel de Lodeña; el orgulloso hidalgo Lope de Zepeda; el bachiller Antonio de Carrascosa, cura de la parroquial; Pedro del Campo, boticario; el Viejo judío Pedro de Mora; María Saldaña, la gitana; Fernando Manuel, caballero del Hábito de San Juan, que su capitán de infantería en la Guerra de Granada; Martínez Higuero, Diego de Contreras, Luis de Villaseñor y…..tantos otros, lo que nos hace falta pensar que allí estaba todo Quintanar.

El grupo se detuvo ante las puertas del Ayuntamiento, peones y cuadrilleros ponen orden, la gente murmura, y luego calla. Va a hablar el gobernador:

  • Hasta aquí habéis llegado, dice. Sed, pues, bienvenidos. Dios padre misericordioso, y el señor Don Felipe, Rey de las Españas, a quien Dios de larga vida, se han acordado de vosotros, de vosotros perros infieles, de vosotros que tuvisteis la osadía, la tremenda osadía, de levantaros contra su poder, y por ello debéis darle gracias. Os damos pan, cobijo y protección. No lo olvidéis…..

Filibús, el pequeño morito, no entendía nada, no quería saber nada, y, nada de lo que decía aquel alto y bigotudo cristiano, le interesaba. Bueno, algo si le interesaba. El cristiano había hablado de pan, y a él, unos fuertes picazones de estómago le recordaban que ya habían pasado demasiadas horas desde que llevó el último mendrugo a su boca.

En breves instantes, por su mente calenturienta, desfiló un verdadero ejército de sabrosas viandas, portadas por esclavos negros, de blancos turbantes, que obedecían las órdenes de su querida madre. Las salchichas picantes, los pinchos de carnes a la parrilla y los alcuzcuces de sémola y cordero en la primera tanda. Después, pasteles de queso perfumado con agua de rosas, ricas almojábanas y pastelitos fritos con almendras, y….

  • ¡Eh! Despierta, muévete.

Una mano extraña le sacudió violentamente, dejándole en su seno una pequeña alcuza con aceite, y una libra de pan. El sueño había terminado, los deliciosos manjares se habían volatilizado y sólo había un pan duro y negro al que había que hincar el diente. Unas lágrimas de rabia surcaron sus mejillas.

  • Lévantate, Flibús, un nuevo hogar nos espera, le dijo Alí, aquel buen moro que le había recogido cuando sus padres murieron.

Los regidores, el cura, el comisario del santo oficio y una caterva de curiosos les acompañaron hasta las afueras del pueblo, a la parte más alta, y allí, después de darles las últimas recomendaciones, les dejaron a solas con sus pesares.

La tristeza y la rabia mal contenida se mezclaron en los rostros y los corazones de los recién llegados.

Aquellas casuchas infames, aquellas cuevas excavadas bajo los roquedales, el sucio arroyo serpenteante que bajaba sus pestilentes aguas a Quintanar, la inexistencia de pozos y fuentes, aquello, todo aquello, era lo que los cristianos llamaban el Toledillo y lo que sería su propio hogar. Así empezó una larga vida para ellos.

Malos tiempos fueron para Filibús aquellos primeros tiempos. Su rebeldía infantil no le permitía aceptar aquella doble vida que estaba obligado a llevar. En el Toledillo hablaba de algarabía y en el Quintanar romance; los suyos le llamaban Filibús, los otros le decían Philipe, el nombre del odiado Rey que le había echado de su casa y había hecho morir a sus padres; en el templo crisitano le enseñaban la doctrina a fuerza de coscorrones y trompazos, y en el patio de su casa a recitar las ciento catorce azoras del Corán a golpes de vara y palmeta; en fin, los unos le decían una cosa y los otros otra. Claro que él lo tenía muy seguro, Alá era todopoderoso, y en Él creía; él era Filibús, y cuando fuera mayor, ser iría a la Berbería para vivir entre hermanos de religión; y todo lo demás no iba con él.

Pero el tiempo pasa y todo muda. Con los años los moriscos cambiaron su lengua, su nombre, su modo de vestir, e incluso, algunos de todo corazón, otros solamente de puertas para fuera, su fe en el Islam.

También cambió aquel inhóspito Toledillo en donde les habían recluído. Ahra era un dédalo de callejones ciegos, de callejas estrechas, cuya dirección cambiaba cada pocos metros, y de encaladas casas humildes, de pequeñas y angostas habitaciones, con acceso a patios comunales, en los que al atardecer los mayores hacían las delicias de la concurrencia con sus relatos.

En 1590, Filibús era conocido en todo Quintanar y en algunos lugares de los alrededores como un honrado alarife, merecedor de toda la confianza, por su bien hacer y su buena disposición para ayudar a los demás. También en ese mismo año, había casado y tenido una hermosa niña a la que puso el nombre de Zaida. Nacimiento que le llenó de alegría y le colmó de dolor. La madre murió al poco tiempo del parto.

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El pozo de la Perla

Con el paso de los años, Zaida se había transformado en una joven de graciosa belleza. La merecida fama de su hermosura corría de boca en boca entre los jóvenes del lugar. Todos hablaban de ella, todos soñaban con ella y todos pensaban en ella; aunque, pocos eran los que la conocían. Filibús era muy celoso de su honra, la había educado a la usanza mora, dejándola apenas salir de su casa.

Cierto día que paseaba por las intrincadas calles del Toledillo Francisco Martínez, mozo cristiano, hijo de hidalga familia, vio aparecer por una ventana un hermoso rostro de muchacha que desapareció rápidamente. Esperó para ver si podía verlo de nuevo, pero todo fue en vano.

Aquella noche Francisco no durmió, el bello rostro que había visto no se apartaba de su mente. Estaba seguro, muy seguro, que la muchacha era Zaida de quien tanto se hablaba.

El joven galán parecía haber enloquecido de amor por la mora, pero, ¿cómo acercarse a ella y requerirla de amores?

En el centro del Toledillo, había un pozo, siempre encalado, del que Filibús, su hacedor, y las gentes del barrio estaban muy orgullosas. De sus aguas, como si el agua fuese algo especial y viniese desde muy lejos, se decía que era fresca y clara, ¡vamos! como recién salida de las entrañas de la Sierra Nevada. A él, cada atardecer, acudía Zaida con su cantarillo a coger agua.

En una de estas idas y venidas al pozo, fue cuando Francisco volvió a ver a su ansiada joven. Si sólo el rostro de la muchacha ya le había cautivado, al contemplar ahora, tan de cerca, toda la esplendidez de su belleza, produjo en él una extraña sensación difícil de explicar.

La joven turbada ante su presencia, no apartaba los ojos de Francisco. Algo en su interior le decía que aquel joven cristiano era el caballero de sus sueños. Permanecieron absortos, uno y otro. No hacían falta palabras. Los ojos lo dijeron todo: Se habían enamorado locamente.

Los encuentros se sucedieron ininterrumpidamente durante largo tiempo. El brocal del pozo era su confidente mudo de sus cuitas y anhelos. Hablaban de su porvenir, de su incierto futuro. Él marcharía a Flandes, enrolado en los afamados Tercios. Su ansía de fama y gloria, y su afán por luchar por su Rey y su Dios, le habían inclinado a la milicia; sería militar.

Ella vivía el presente, su condición de mora no le permitía albergar esperanzas ante su futuro. Amaba a Francisco, pero de sobra sabía que la sociedad quintanareña no admitiría enlace entre mora y cristiano; y, además, estaba Filibús, su padre, al que no abandonaría por nadie ni nada en este mundo. Su amor era imposible.

Malos tiempos corrían en la corte del Rey Felipe para los moriscos. Las incesantes denuncias de conjuras y mensajes dirigidos por los moriscos a Constantinopla y a Marruecos ponían en un brete su estancia en España. Se hablaba de expulsión.

En el Toledillo todo eran habladurías, los rumores corrían de boca en boca. La desesperación o la alegríase cobijaban unos en otros. Las opiniones divididas a favor o en contra de la marcha, no hacían más dar pábulo a toda clase de hablillas. No tardaron mucho en tener confirmación los rumores. En Agosto de 1610, en la Plaza del Ayuntamiento se leyó una terrible ordenanza, en ella se decía que los moriscos debían salir del Reino.

Los ánimos estaban soliviantados. Los más deseosos en que se quedaran los moriscos mandaron cartas al Prior de Uclés, y al mismo Rey, solicitando clemencia. Los menos, ansiosos de su marcha, se frotaban las manos con fruición pensando en las ganancias que aquello les reportaría.

Filibús, el buen alarife, no albergaba ninguna duda: Él marcharía a reunirse con sus hermanos de religión, allá, tras el mar, en la Berbería.

El día 13 de Agosto, al atardecer, como de costumbre, Zaida se dirigió con su cantarillo a coger agua al pozo. La pena y la congoja atenazaban su corazón. No había nadie, el fuere calor estival había alejado a los bulliciosos gorriones, y el lugar, parecía triste y solitario. Ni siquiera su amado Francisco, soldado ahora en lejanas tierras, estaba allí para consolarla. Zaida asida al brocal del pozo, vio como, por el límpido espejo de sus aguas, pasaban unas tras otras las escenas de su vida: su niñez, los juegos con su padre, la primera fiesta, el encuentro con Francisco……Los sollozos acudieron a sus negros ojos. Gruesas lágrimas deslizándose por sus mejillas cayeron en las cristalinas aguas. Los círculos de las ondas rompieron el hechizo, y los ruidos de su choque, semejantes al continuo golpear de los goterones de los aleros de los tejados, dijeron adiós último.

El día 14 fue el día de la partida. Los moriscos de concentraron en la Plaza. Allí les esperaban las carretas que les conducirían a su puerto de embarque, Cartagena. Les dieron pan y aceite para el camino. Parecía que el tiempo se había parado para Filibús: las mismas caras, iguales palabras, idéntico alimento…….Todo era como cuando llegó de niño. Luego salieron por el camino de la Mota.

Pasaron días y meses. La gente seguía acudiendo al pozo de Filibús para llenar sus cántaros y tinajas. Decían que el pozo estaba encantado, que se oían suspiros y lamentos. La gente decía que brillaban como perlas. La gente le decía el pozo de la Perla. Pasaron los años.

Una tarde de Agosto, cuando más aprieta el calor, llegó al pueblo un grupo de soldados. Al mando de ellos un capitán de rostro curtido y señales de cicatrices en cara y manos. Era Don Francisco Martínez Higuero. El calor del sol y el polvo del largo camino había resecado sus gargantas. Necesitaban agua para su refresco.

Soldados y capitán fueron llevados hasta el Pozo de la Perla. Allí estaba el agua más fresca de todo Quintanar.

  • ¡Mirad capitán! Algo brilla en el fondo.

El capitán ató una cuerda a su cintura, subió el brocal del pozo y descendió lentamente. Transcurrió poco tiempo hasta que asomó su cuerpo por la boca del pozo. Parecía transfigurado. El temblor de su cuerpo, la cara enrojecida por la excitación y la fuerza con la que apretaba su mano derecha hicieron estremecer a los presentes.

  • ¿Qué sucede capitán? ¿Qué había allá abajo?

El capitán abrió su mano y todos pudieron contemplar tres bonitas perlas de rutilante brillo. Lágrimas de recuerdo recorrían el ensombrecido rostro de Francisco.

Las tres perlas engastonadas en los gavilanes de su espada acompañaron al enamorado capitán hasta el día de su muerte.

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1480. ALONSO CEPEDA

Por aquellos años, todos los atardeceres subía por el camino de San Cristóbal un hombrecillo menudo, con su talet judío sobre sus espaldas y su ancho sombrero oscuro. El camino salía de la cerca y se empinaba hacia la ermita. Sólo había huertos y alcaceres. Aún no había casas. El hombre se paraba ante un huertecillo cercado y con puerta. Sacaba su gruesa llave y habría el portón. Era un huertecito menudo, con tapias bajas. Unos tableros de ajos, unas lechugas y dos higueras. Alonso de Cepeda, tranquilo, meditabundo, miraba el amplio cielo, recordaba los libros de la sinagoga y, entre sus lechugas y tomates, exclamaba profundamente: «Bendito seas o Señor nuestro, nuestro Dios, Rey del Universo, Creador del fruto de la tierra». En lo hondo de su corazón se abría una esperanza……..

Alonso de Cepeda vivía en Quintanar desde hacia muchos años. Tenía junto a la plaza del Grano una tiendecilla de paños. Tenía parientes, también mercaderes, en Ávila y Toledo. Vivía sencillamente, aunque los tiempos eran revueltos. Los sábados iba a la pequeña sinagoga que había detrás de la plaza. Se reunían unos pocos familiares, leían la Thorá, rezaban al Dios de Israel. Luego algunos compañeros hablaban en voz baja sobre raptar un niño en Toledo para hacer sortilegio y acabar con los enemigos. Alonso decía que eso no era la fe de sus padres. Luego se iba al huertecillo del camino de San Cristóbal y meditaba bajo su higuera……….

Sus parientes de Toledo quieren que deje la fe judía para evitar la persecución. Una y otra vez, desde el huerto del camino de San Cristóbal, Alonso de Cepeda decidía ser fiel a la fe de sus padres. En Julio de 1492, una mañana tranquila, Alonso de Cepeda fue por última vez a su huertecillo. Luego salió hacia la plaza. Allí estaban unas cuantas familias judías que tenían que salir desterradas. Caminaron calle abajo, pasaron junto al Pozo Amargo y tomaron el camino de Almoradiel. Al subir la costanilla Alonso de Cepeda volvió el rostro hacia el pueblo. Allí lo había dejado todo. Sólo llevaba consigo una vieja llave herrumbrosa de su huertecillo. Llegaron a Portugal, luego quizá a Salónica o Constantinopla. Quizá hoy en día, en alguna casa de Salónica o en algún kibutz de Israel, cuelga una vieja llave herrumbrosa que muchos siglos atrás abría la puerta del huertecillo del quintanareño Alonso de Cepeda, en el camino de San Cristóbal.

 

Juan Martín de Nicolás Cabo. (Libro de Ferias y Fiestas de Quintanar. 1979).

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